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En el corazón de Japón, donde la bruma se enreda en los cedros centenarios y el silencio tiene la textura del papel washi, existen refugios que son mucho más que lugares para dormir. Son ventanas abiertas a una filosofía de vida, a un modo de entender el tiempo, la naturaleza y la relación entre huésped y anfitrión. Los ryokanminshuku y shukubō no se limitan a ofrecer cobijo; son custodios de una tradición que hunde sus raíces en el período Edo, en el ascetismo budista y en la austera belleza de la vida rural. Cada uno de ellos, con sus propias reglas no escritas, sus rituales y su arquitectura pensada para armonizar con el paisaje, cuenta una historia distinta —y al mismo tiempo, la misma— sobre lo que significa viajar en un país donde el viaje es, en sí mismo, una forma de arte.

Ryokan: El Arte de la Impermanencia

Entrar en un ryokan es como sumergirse en un ukiyo-e, esos grabados flotantes del mundo efímero. La madera de hinoki, con su aroma a bosque antiguo, los tatami que crujen bajo los pies como hojas secas, los shōji que filtran la luz en tonos de miel y ceniza… Todo aquí está diseñado para recordarnos que lo verdaderamente valioso no permanece. La arquitectura sukiya-zukuri, inspirada en las casas de té, no sigue meramente una estética: es una lección de wabi-sabi, donde la asimetría, la modestia y el paso del tiempo se celebran en lugar de ocultarse. Incluso el genkan, ese escalón hundido que separa el mundo exterior del interior, actúa como un umbral simbólico: al dejar atrás los zapatos, abandonamos también las prisas y las preocupaciones.

Pero quizás el alma del ryokan se encuentre en sus aguas termales. Los onsen, alimentados por volcanes dormidos, son el epítome de la hospitalidad japonesa (omotenashi). No se trata simplemente de bañarse; es un ritual que exige seguir un orden preciso —lavarse antes de entrar, no sumergir la toalla, moverse con lentitud—, como si cada gesto fuera un verso en un poema escrito hace siglos. Y luego está la cena kaiseki, donde los ingredientes de temporada se convierten en haikus culinarios: una hoja de momiji flotando en la sopa wanmono, el sashimi dispuesto como un jardín seco, el dulce wagashi que cambia con las estaciones. El ryokan nos enseña que el lujo no está en el oro, sino en la atención al detalle, en la capacidad de convertir lo cotidiano en algo sagrado.

Minshuku: La Calidez de lo Humilde

Si el ryokan es un poema clásico, el minshuku es una canción popular. Surgidos en la posguerra, cuando las familias rurales abrían sus puertas para complementar sus ingresos, estos alojamientos conservan una calidez casera que los grandes ryokan han perdido en su búsqueda de la perfección. Aquí no hay nakai-san que espere con reverencia; en su lugar, la dueña —una obāsan de sonrisa arrugada— nos indica dónde está el futón y nos invita a servirlo nosotros mismos. La comida se prepara en la cocina de siempre, con verduras recién cogidas del huerto y pescado secándose al sol en el porche. Es común compartir mesa con otros viajeros, intercambiando historias sobre el camino mientras se prueba un nabe humeante o un tsukemono encurtido en barriles de madera.

Los minshuku suelen encontrarse en pueblos alejados, donde el tren pasa dos veces al día y los campos de té se pierden en la niebla de la mañana. No hay televisores de pantalla plana ni amenidades de diseño, pero sí hay algo más valioso: la sensación de haber sido invitado, aunque sea por una noche, a formar parte de una vida ajena. Algunos conservan techos de paja (kayabuki), otros están junto a arrozales donde las garzas se posan al atardecer. No son perfectos, pero en su imperfección radica su autenticidad.

Shukubō: El Silencio como Maestro

Dormir en un shukubō es como dormir dentro de un sutra. Ubicados en templos budistas como el Kōyasan o el Eihei-ji, estos alojamientos monásticos son una invitación a experimentar la vida ascética, aunque solo sea por unas horas. El día comienza antes del amanecer, con el sonido del mokugyo (un tambor de madera) llamando a la meditación. Los huéspedes se visten con ropa sencilla y siguen a los monjes hasta el hondō, donde los cantos shōmyō resuenan bajo techos de madera oscura. No hay prisa, ni ruido, ni distracciones: solo el incienso envolviendo las estatuas de Buda y el frío del suelo de tatami bajo las rodillas.

La comida shōjin-ryōri es otro ejercicio de mindfulness. Sin carne, sin ajos, sin excesos, cada plato —desde el goma-dofu (tofu de sésamo) hasta las raíces de lotus cortadas en forma de flor— es una lección de gratitud y moderación. Por la noche, al acostarse en un zabuton junto a un kotatsu, uno no puede evitar preguntarse: ¿cuánto de todo lo que tenemos es realmente necesario? El shukubō no ofrece comodidades, pero regala algo más raro en nuestro siglo: la oportunidad de escuchar el sonido de nuestro propio respiro.

Epílogo: ¿Por Qué Importan Estos Lugares?

En un mundo donde los hoteles se parecen cada vez más entre sí —las mismas sábanas blancas, los mismos minibares, las mismas vistas intercambiables—, los alojamientos tradicionales japoneses resisten como bastiones de identidad. No son museos, sino espacios vivos donde el pasado dialoga con el presente. Un ryokan puede enseñarnos a mirar la luna a través de un shōji roto; un minshuku, a valorar el sabor de una berenjena recién cosechada; un shukubō, a encontrar paz en la repetición de un mantra.

Viajar a Japón y no dormir en uno de ellos sería como visitar Florencia y no ver el David: técnicamente posible, pero incompleto. Porque más allá de los futones y los baños termales, lo que estos lugares ofrecen es una respuesta —hermosa, serena— a la pregunta que todo viajero lleva dentro: ¿cómo se vive, verdaderamente, en este rincón del mundo?

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